Archivo
Peces luminosos
Peces luminosos. Historias de amor y de ciencia.
Presunciones
Todo empezó en primavera, cuando empieza este tipo de cosas, incluso entre las partes de una flor solitaria. El malestar, el sentido de la responsabilidad, nunca la ambición, le llevan después de cenar de vuelta a la biblioteca, a los cadáveres con el cuello abierto del laboratorio de anatomía. Un par de veces a la semana se reúne con sus amigotes en la Jimmy´s Tavern. Las tarjetas de avisos para viajes (la mayoría son propuestas de visitas a Nueva York con gastos compartidos durante las vacaciones de primavera) festonean las paredes húmedas. Los artículos de fondo del “Chicago Sun Times” y los cómicos políticos izquierdistas permiten simular con facilidad que uno está leyendo. Howard evalúa la disponibilidad de cada una de las jóvenes que entra en el bar. Una mala reproducción del “Nacimiento de Venus” de Botticelli, la voluptuosa virgen que emerge de la púdica concha, cuelga junto a una fotografía de los enjutos miembros del equipo de baloncesto de la Universidad de Chicago. Tras ellos está Jimmy, el propietario y camarero.
Leer más…
El juicio a Einstein
Autor: Siesp
– La acusación demostrará que el acusado es culpable de revolucionar la Física, con un excéntrico comportamiento que, incluso, lo condujo hace unos años al banquillo de los acusados por acoso sexual, delito del que fue absuelto por el sólo hecho de…
– ¡Protesto! – se incorporó enérgicamente el abogado defensor.
– Se acepta –sentenció el juez, fulminando con la mirada al fiscal –. El jurado no tendrá en cuenta las últimas palabras del fiscal puesto que el acusado fue absuelto.
– Perdón, señoría. En definitiva, estamos aquí para juzgar a Albert Einstein por habernos embarcado en una endiablada manera de entender el universo, aún cuando la más famosa fórmula jamás descubierta, E = mc2, le significara el premio Nobel…
Leer más…
Cuento: «El Hombre Bicentenario» – Isaac Asimov
1
Las Tres Leyes de la robótica:
1.— Un robot no debe causar daño a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra ningún daño.
2.— Un robot debe obedecer las órdenes impartidas por los seres humanos, excepto cuando dichas órdenes estén reñidas con la Primera Ley.
3.— Un robot debe proteger su propia existencia, mientras dicha protección no esté reñida ni con la Primera ni con la Segunda Ley.
Velocidad Máxima – George Gamow
Al señor Tompkins le gustaban sus sueños; por eso esperó ansiosamente la conferencia de la semana siguiente, que le daría material para sus aventuras nocturnas. Quedó muy desilusionado, pues, al averiguar que la plática sobre la teoría cuántica había sido la última, y que no se dictarían más en el resto del año. Algo se consoló, sin embargo, cuando logró agenciarse un manuscrito de la primera, a la que no había podido asistir.
Aquella mañana, el vestíbulo del banco estaba casi vacío, de modo que el señor Tompkins, oculto tras su ventanilla, abrió el apretado manuscrito y trató de avanzar por la maraña impenetrable de fórmulas y complicadas figuras geométricas con las que el profesor intentaba explicar a sus discípulos la teoría de la relatividad. Pero sólo pudo comprender el hecho clave en torno al cual giraba la conferencia entera, a saber: que existe una velocidad máxima, la de la luz, que ningún cuerpo material puede rebasar, y que de ello se desprenden consecuencias de lo más inesperadas y extraordinarias. Se afirmaba, sin embargo, que, como la velocidad de la luz es de 300.000 kilómetros por segundo, los efectos relativistas son casi imposibles de discernir en la vida ordinaria. Pero lo más difícil de entender era la naturaleza de tan extraños efectos, y el señor Tompkins tuvo la impresión de que todo aquello contradecía el sentido común. Mientras trataba de imaginar la contracción de las varas de medir y el comportamiento anómalo de los relojes –efectos que eran de esperar a velocidades próximas a la de la luz-, su cabeza se fue inclinando pesadamente sobre el manuscrito abierto.
No tengo Boca. Y debo Gritar – Harlan Ellison
El cuerpo de Gorrister colgaba, fláccido, en el ambiente rosado; sin apoyo alguno, suspendido bien alto por encima de nuestras cabezas, en la cámara de la computadora, sin balancearse en la brisa fría y oleosa que soplaba eternamente a lo largo de la caverna principal. El cuerpo colgaba cabeza abajo, unido a la parte inferior de un retén por la planta de su pie derecho. Se le había extraído toda la sangre por una incisión que se había practicado en su garganta, de oreja a oreja. No habían rastros de sangre en la pulida superficie del piso de metal.
Cuando Gorrister se unió a nuestro grupo y se miró a sí mismo, ya era demasiado tarde para que nos diéramos cuenta de que una vez más, AM nos había engañado, había hecho su broma, su diversión de máquina. Tres de nosotros vomitamos, apartando la vista unos de otros en un reflejo tan arcaico como la náusea que lo había provocado.
La Última Pregunta – Isaac Asimov
La última pregunta se formuló por primera vez, medio en broma, el 21 de mayo de 2061, en momentos en que la humanidad (también por primera vez) se bañó en luz. La pregunta llegó como resultado de una apuesta por cinco dólares hecha entre dos hombres que bebían cerveza, y sucedió de esta manera:
Alexander Adell y Bertram Lupov eran dos de los fieles asistentes de Multivac. Dentro de las dimensiones de lo humano sabían qué era lo que pasaba detrás del rostro frío, parpadeante e intermitentemente luminoso —kilómetros y kilómetros de rostro- de la gigantesca computadora. Al menos tenían una vaga noción del plan general de circuitos y retransmisores que desde hacía mucho tiempo habían superado toda posibilidad de ser dominados por una sola persona.
Últimos comentarios